Cuerpo escaneados y almas renderizadas
El retrato en la era postfotográfica
_Ana Paula Osma
Durante siglos, el retrato fue una ceremonia. Desde los óleos cortesanos hasta los daguerrotipos, la imagen del rostro implicaba una cierta dignidad del tiempo detenido, una condensación simbólica de lo que alguien era, o deseaba ser. Pero hoy, en la era postfotográfica, la noción misma de retrato parece haber mutado: el rostro ya no se capta, sino que se genera; el cuerpo ya no se ilumina, sino que se calcula.
Nos encontramos frente a una paradoja inquietante: nunca ha habido más imágenes del yo, y nunca ha sido tan difícil hablar de identidad. Mientras millones de rostros se reproducen y circulan en las redes cada segundo, el retrato, como género artístico, entra en crisis. O mejor: muta, se descompone, se reconfigura. Ya no se trata de “capturar” un instante, sino de simular una presencia, de renderizar un alma.
En la tradición occidental, el retrato fue espejo del alma, incluso cuando era mentira. Leonardo o Velázquez sabían que un gesto, una arruga o una sombra podían insinuar lo insondable. El rostro era teatro y confesión. Pero la imagen digital no refleja. El escáner corporal no interpreta, sino que cuantifica, modela, recompone. El resultado no es una imagen, sino un volumen de datos, una nube de puntos, un archivo manipulable.
Artistas contemporáneos como Heather Dewey-Hagborg, que reconstruye rostros a partir de ADN, o Sofie Kahn, que trabaja con escaneos 3D de cuerpos ausentes, cuestionan los límites entre lo biológico y lo ficcional. El retrato deja de ser un rastro y se convierte en una hipótesis.
¿Qué sucede cuando una imagen es creada desde cero por una inteligencia artificial? ¿Qué tipo de subjetividad produce una red neuronal? Obras como las de Mario Klingemann, quien entrena algoritmos para generar retratos “falsos” que parecen reales, abren una pregunta fundamental: ¿puede una máquina imaginar un alma?
En estos retratos generativos, el rostro no remite a ninguna persona concreta, y sin embargo nos mira. Es lo que Jacques Derrida llamaría una presencia sin presencia, un simulacro que no finge ser real, sino que inaugura otra forma de lo real: lo probable, lo posible, lo verosímil. El alma, en la era del render, ya no se revela: se calcula. Y el cálculo, como sabemos, no duda.
La proliferación de retratos ficticios en medios digitales plantea otro problema: la pérdida del contexto. Un retrato clásico remitía a una biografía, una clase social, una memoria. Hoy, miles de rostros generados por GANs (Generative Adversarial Networks) flotan sin genealogía ni destino. Son espectros del presente continuo, rostros sin pasado ni relato. ¿Cómo mirar un retrato sin historia? ¿Qué ética hay en contemplar en un rostro que no ha vivido?
En este sentido, podríamos hablar de un nuevo realismo fantasmático: aquel que no representa lo visible, sino que lo fabrica desde cero, al margen de la experiencia.
Frente al auge de retratos escaneados, hipernítidos y renderizados con precisión milimétrica, algunos artistas contemporáneos han optado por lo contrario: la borradura, el anonimato, la fuga. Fotógrafos como Antoine d’Agata, que desfigura los cuerpos con luz extrema, o Alina Szapocznikow, que esculpía rostros quebrados por la enfermedad, nos recuerdan que no hay alma sin sombra.
Quizá el verdadero retrato hoy no sea el que reproduce el rostro, sino el que lo hace temblar. El que deja una grieta, una interrupción, una duda. Porque en tiempos de vigilancia algorítmica y reconocimiento facial, el Arte del retrato puede ser, más que nunca, una forma de resistencia: no mostrarse, no dejarse leer, no ser plenamente traducible.
En la era postfotográfica, el retrato ya no es un espejo, sino un código; ya no revela, sino que proyecta; ya no espera ser mirado, sino que exige ser interpretado. Lo que está en juego no es la fidelidad, sino la posibilidad. No el parecido, sino la invención de nuevas formas de presencia.
Quizá por eso, el verdadero Arte del retrato en nuestros días no consiste en mostrar un rostro, sino en hacer que el espectador se pregunte, si lo que ve ha sido alguna vez real.
